miércoles, 21 de septiembre de 2022

Elche y la revista ARQUITECTURA nº 105 (FINAL)

 


Recién publicadas dos de las entradas dedicadas a nuestra ciudad en el número 105 de la revista:

Toca ahora reproducir, de forma simplificada los dos restantes, mediante el procedimiento de pasar a formato imágen (jpeg) las dos breves notas, pues en el original impreso solo ocupan una página. Ambas están dedicadas al Misterio de Elche y de ellas destacaría la entidad de los autores, dos auténticos pesos pesados de la ideología franquista. El primero, Fray Justo Pérez de Urbel dominico medievalista, fue catedrático de Historia Medieval de la Universidad de Madrid, primer abad del Monasterio de los Caidos, Procurador en las cortes franquistas y Consejero Nacional. Ejerció de censor y participó en el diseño del Servicio Social de la Mujer de la Sección Femenina, imitación del Servicio Militar masculino. Como anécdota interesante, citar la amistad del Presidente de la República en el exilio Claudio Sánchez Albornoz (autor, por lo demás de España, un enigma histórico, una obra fundamental de nuestra historiografía) y de Rafael Alberti.

Juan de Conteras y López de Ayala, IX Marqués de Lozoya, fue elegido Diputado por la CEDA en 1933 y después Procurador en las Cortes Franquistas y presidente de numerosas instituciones culturales. De su obra escrita destacar la Historia del Arte hispánico en 5 vols. y una Historia de España en 6 vols. 


Cambiando en el contenido del anecdotario, siempre me ha parecido significativo que, pese a la antigüedad y el predicamento que tuvo la leyenda de la ascensión a los cielos de la Virgen, no fue hasta bien entrado el siglo XX que se declaró dogma de fe, concretamente el 1 de noviembre de 1950, fecha en que Pío XII en la Constitución  “Munificentissimus Deus “ declaró  “Que la Inmaculada Madre De Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”.



jueves, 8 de septiembre de 2022

El patio de mi casa es particular

 El patio de mi casa es particular 

Cuando llueve se moja como los demás 

Canción popular infantil

 Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla... 

A.Machado 

La antigua casa donde nací, probablemente de las primeras construida en tiempos del cardenal Belluga, frente a la plaza de su nombre en la villa de Dolores, tenía una puerta cochera que era la entrada principal, un pequeño zaguán y un comedor con un enorme hogar y una gran puerta-ventana que daba acceso al patio. De aquel bien diseñado edificio, a pesar del deterioro, lo mejor era su patio. Las viviendas de los pobres tenían corral y las de los ricos, patio. Sin embargo, aunque mi familia no era rica, la antigüedad y la sólida construcción de la casa (por la que mi padre pagaba dieciséis pesetas de renta mensual), otorgaba a nuestro corral el título de patio. Dijo Rilke que nuestra verdadera patria es la infancia. Y toda patria tiene territorio y fronteras. En mi primera infancia de hijo único, para mí (y mis amigos), el patio de mi casa era mi tierra y mi nación. Este particular microcosmos limitaba al este y al oeste con los muros de las casas adyacentes, al norte con el salón comedor y al sur con una tapia medianera de piedra, mortero y yeso. Desde el comedor, a través del gran ventanal practicable por el que penetraba la luz del sol de la mañana, se veían las colocasias y alhábegas de mi madre, una palmera, una gran tinaja y una barca que había salido de las reposadas aguas bajas y los carrizales del Hondo para cumplir allí su plácida jubilación hasta el definitivo exitus


De vientre plano, sin quilla, con el costillar de madera ennegrecida por el alquitrán seco, la barca yacía indolente sobre la tierra húmeda de mi corral; y allí remató su larga vida dedicada a deslizarse sobre las aguas del Hondo cargando a cazadores de patos y fojas. Estoy convencido de que, como a cualquier viejo, a mi barca no le molestaba el abuso al que yo y mi tropa la sometíamos. A bordo de ella, en nuestra inagotable fantasía, surcábamos los siete mares cual expertos almirantes sobre el puente de un descomunal transatlántico. Esta nave moribunda fue elemento esencial del paisaje de mi infancia, en un entorno doméstico muy antiguo con el aura de otro siglo que se percibía en la arquitectura y en esa humedad omnipresente de los pueblos y villas asentadas sobre los marjales de la Vega Baja del Segura. Al pie de la carcomida escalera de madera que subía hasta la galería del piso (que además de vivienda era una sastrería), creció un montículo de basura transmutado por el tiempo en tierra mineral. Sobre este pequeño ejido fósil yacía recostada una gran tinaja de las que se usaban para el agua, una enorme matriz de arcilla por cuya boca solíamos colarnos de uno en uno o de dos en dos.
 Dentro de ese gran útero de barro, el sonido de nuestras agudas voces era un eco musical de tonos reverberantes, un viaje sonoro, atávico y telúrico que a fuerza de cotidiano devino aburrido y sin interés. Pero me gustaba esa enorme matriz, siempre dispuesta a darnos cobijo como una amorosa y paciente madre. Sentado a horcajadas sobre su lomo, me sentía el reyezuelo de todo aquello. Al fondo, junto a la tapia que lindaba con el patio de la casa taller de un guarnicionero, se erguía la triste palmera, descuidada y solitaria, sobre cuyas tabalas trepaba yo en las siestas para saltar la barda y visitar a mi vecino y amigo Ramón Melilla. 
Bajo el voladizo del corredor de la sastrería, en lo que fue establo, mi padre guardaba los maderos para los andamios, cuerdas de cáñamo, listones, regles, tablones encanecidos por el yeso, ladrillos, alambres, hierros y toda clase de materiales de construcción, incluidos unos rollos de cartón piedra que yo usaba para fabricar escudos de diseño medieval (como arcos de medio punto) copiados de los tebeos del Capitán Trueno. 

Y una amasadora de madera que a veces llenábamos de agua (pacientemente transportada a pozales desde el aljibe que había en la entrada con ayuda de mi madre) para botar nuestros pequeños navíos diseñados y construidos con motores de goma y palas. Con esos abundantes elementos, mis coleguillas y yo construimos “el puente sobre el río Kwai”, tal como lo vimos en el cine. Desde el paseo del cardenal Belluga frente a mi casa, escenario y cancha de todo tipo de juegos y aventuras, mis amigos y yo accedíamos a mi patio con sólo atravesar el zaguán y el comedor de la casa. Mis padres nunca protestaban y mi corral siempre estaba lleno de niños. Jugábamos a las casicas, hacíamos sesiones de circo y montábamos empresas como hombres de negocios en oficinas ideales cuyas máquinas de escribir eran ladrillos, fumando vegueros que fabricábamos enrollando papel. En mi patio el tiempo se detenía a la vez que avanzaba hacia el incierto futuro de una madurez que imaginábamos plena. Allí todo parecía fácil y posible como una promesa o un sueño; ignorantes de las dificultades y peligros futuros, teníamos prisa y curiosidad por saber de qué tipo serían las que nos aguardaban. 
Vieja, bonita, soleada, húmeda y desconchada, mi casa era también albergue de fantasmas, esos seres inexistentes de los cuales tan poco sabemos, excepto que gustan de la noche, las ruinas, la humedad y los sueños. Eran fantasmas amables. En invierno, ante la gran chimenea, mi abuela nos contaba cuentos y recuerdos de su Murcia natal. Las viejas fotografías y daguerrotipos se amontonaban sobre los armarios. Aunque no la comprendía, siempre me impresionó una de un bigotudo actor en el Teatro Romea, reflejada en varios en espejos dispuestos en círculo. 
A la puerta de mi casa solía traquear un pobre, alto, que olía agrio. Sus babas blancas y secas chorreaban sobre la chaqueta gris, sucia y raída. En aquellos lejanos días de los años cincuenta los pobres tenían nombre. Paco el tonto era el de este mendigo al que mi madre daba una bolsa de pan duro todas las semanas. Me daba miedo y pena, tanta como la que pueda sentir un niño que tiene asegurada su merienda. 
El espacio exterior, infinito, desconocido, tenía su primera representación en las plazas. Los niños éramos los dueños de la calle. En ella, sin la protección familiar nos enfrentábamos a nuestras limitaciones, solos, con el único apoyo del grupo de colegas. Los juegos se sucedían por épocas: las bolas, la teja, el caliche, la trompa, (el zompo la llamábamos para masculinizarla), mecha, churro mediamanga y mangotero, el pique. etc…Por el control de los territorios, de cuando en cuando, se declaraban “guerras”. Parece mentira que en un pueblo de apenas cinco mil almas hubiese tantos barrios, todos con su nombre, sus fronteras, sus líderes, su jerga… Y había batallas y escaramuzas, representadas, dramatizadas … Todo esto lo tomábamos como la cosa más natural del mundo. Fabricábamos nuestras espadas y escudos de madera o cartón, arcos y flechas de caña, “tiradores” (tirachinas)... Instintivamente éramos conscientes de la importancia del territorio del mismo modo que los animales guardan y marcan el suyo. Así lo asumíamos, jugando a la guerra, con violencia si era preciso. Solo había tregua cuando aparecían los municipales. Y leyes, como la de no chivarse nunca, la más importante. ¡Pobre del chivato! Se toleraba la crueldad, a veces extrema, pero nunca la delación. El chivato era reo de muerte, y como no existía tal pena, se le arrastraba, escupía y era señalado. Eran leyes severas, heredadas, ancestrales, inmutables y no había otra que cumplirlas a rajatabla... 

En agosto, la feria. Alrededor del paseo del Cardenal Belluga se instalaban las casetas de los feriantes. Los niños teníamos que esperar hasta el último día para elegir regalo. Yo siempre me empeñaba en una pequeña guitarra de madera con cuerdas de alambre; mi padre se negaba a “feriármela”, argumentando que esperase a que me pudiera comprar una de verdad. Pero yo, obsesionado e impaciente, en mi patio fabriqué varias, algunas con diseños futuristas ... Ninguna sonaba bien; no obstante, con esos bizarros instrumentos montamos un conjunto, compramos un cancionero y decidimos buscarnos la vida viajando por el mundo haciendo bolos. Junto a mi portal, una familia de Orihuela que vendía bisutería instalaba todos los años su caseta; mis padres les permitían usar el retrete y la cocina. Entre mi familia y la de estos feriantes surgió una amistad sincera, ingenua, que duró varios años. Recuerdo que nos invitaron a la comunión de su hijo pequeño en Orihuela. La hija mayor, que era muy moderna, intentó en vano enseñarme a bailar el madison. 
Durante la feria mi patio era el centro del mundo, lleno siempre de críos que esta vez venían a ver de cerca y tocar a los feriantes. En el paseo, frente a mi casa, se montaba el tinglado para la banda de música: a medio día pasodobles y marchas; por la noche, verbena, con conjuntos “músico vocales”, como se decía entonces. Yo miraba arrobado y muerto de envidia a las parejas de mayores que bailaban tan bien, me fijaba en sus pasos, pero no me atrevía a pasar a la acción y sacar a alguna niña por miedo a hacer el ridículo. Solo la yenka, que estaba muy bien explicada por su letra me animó a salir a la pista. Era una premonición de la política, como comprendí más tarde: izquierda izquierda, derecha derecha, delante detrás, un dos tres. Algo sencillo, justo lo contrario de lo que habría de ser y es la vida. 
José Perelló Moreno, Agosto 202...


Nota aclaratoria. José Perelló me pasó hace algún tiempo este texto, precioso a mi criterio, lleno de experiencias más o menos compartidas aunque solo sea porque disfruté de patio en mi infancia. También, todo hay que decirlo por la proximidad económica, social y cultural de Dolores y la Vega Baja alrededor del Hondo con el sur de nuestro término. 
Procedencia de las imágenes:
Las fotografías las he ido incorporando como mera ilustración al contenido, un procedimiento un tanto peregrino, pero es lo que hay. 
Las fotografías en blanco y negro se han tomado de la entrada Nuestra provincia en el recuerdo: Dolores, en Alicante Vivohttp://www.alicantevivo.org/2007/09/nuestra-provincia-en-el-recuerdo.html
El grabado de Goya: 
Mendigo ciego con un perro - Fundación Goya en Aragón : https://fundaciongoyaenaragon.es/files/resize/800x600/files/images/1-7561754.jpg